El primer Premio Nobel concedido a un escritor latinoamericano fue para la poeta chilena (ella misma prefería esta palabra a la más usual poetisa) Gabriela Mistral. Fue en 1945, y el galardón reconocía no sólo la labor literaria de la maestra, sino también su lucha en defensa de la educación, la protección de la infancia y la justicia social.
Lucila Godoy Alcayaga, nacida en 1889 en Vicuña, eligió su nombre para la literatura -y sin saberlo para la fama mundial y la posteridad- en homenaje a los poetas Gabriel D’Annunzio y Fréderic Mistral. Lo comenzó a utilizar en 1914, año en que fue premiada en unos Juegos Florales por sus «Sonetos de la muerte», inspirados en el suicidio del que fue su gran amor de juventud, el empleado ferroviario Romelio Ureta.
A partir de entonces, Gabriela Mistral combinó la escritura y publicación de su poesía con su intensa labor docente primero y carrera consular después. Viajó y residió en distintos países de América y Europa, a la vez que veían la luz sus libros «Desolación», «Lecturas para mujeres», «Ternura», «Nubes blancas y breve descripción de Chile» , «Tala», «Antología», «Lagar», «Recados contando a Chile» y «Poema de Chile».
Murió en 1957, un día como hoy: 10 de enero, en Nueva York, de madrugada y víctima de una larga enfermedad.

Hoy, medio siglo después, podemos recordarla leyendo alguno de sus poemas, pero he preferido mostrar su visión sobre el amor -tema recurrente en su obra- a través de una de sus cartas.

… Tengo un Cristo único con unos ojos que en vano busqué en otros. Más tarde te mandaré una copia de él.
Cuando vuelvo a mi cuarto tras larga ausencia tiene un modo especial de mirarme y de interrogarme. «¿Qué te hicieron? ¿Por qué vienes más triste?» Y yo: «Señor, yo quería remendar la saya rota de mi pobre vida. Dulce mano fina como la tuya me daba hilos claros, flequería de aurora, para unir los jirones. Yo estaba como en un encantamiento. Pero he aquí que la mano solía dar pocas hebras y era que tejía vestido de alegría a muchas almas. Como la otra vez, Señor, yo iba cantando por el camino segura de su mano que iba entre las mías; pero su cuerpo mismo me cubría a la otra mujer que iba prendida de su otra mano. Y sucede, Señor, que yo soy de esos pobres soberbios que no reciben sino el pan íntegro, que no admiten poner la boca para recoger las migajas del banquete. Tú ves, Señor, cómo sería piadoso que un día esta angustia suave que me exprime el corazón se hiciera mayor y me acostara ella en la tierra; Tú ves que se ahorraría alguna vergüenza y algún infortunio. Hoy no, dice que mi charla le entretiene y suele hacerle olvidar. Puede que así sea. Le llenaré los huecos de fastidio que se le hacen en el espíritu. Cuando ya haya dejado su soledad, lo cederé a los demás. Dije mal: él se cederá a los otros, Señor, Tú sabes que no hay en mí pasta de amante entretenida, Tú sabes que el dolor me ha dejado puesta la carne un poco muda al grito sensual, que no place a un hombre tener cerca un cuerpo sereno en que la fiebre no prenda. Para quererlo con llama de espíritu no necesito ni su cuerpo que puede ser de todas, ni sus palabras cálidas que ha dicho a todas. Yo querría, Señor, que Tú me ayudaras a afirmarme en este concepto del amor que nada pide; que saca su sustento de sí mismo, aunque sea devorándose. Yo querría que Tú me arrancaras este celar canalla, este canalla clamar egoísta. Y te pido hoy esto y no desalojar el huésped de la aurora que hospeda tres meses el corazón, porque te diré, es imposible sacarlo ya. Como la sangre se ha esparcido y está en cada átomo del cuerpo, como energía para vivir, del espíritu, como yemas de alegría.
Y esparcido así ni con tenazas sutiles se puede atrapar. Señor, es un diablillo! Cuando has creído tomarlo se te hace humo.
Lo que el Cristo me contesta irá después. Contéstame por certificado bajo mi nombre.
Suavemente, en las sienes.

25 de Febrero.(1915)

De «Cartas de amor de Gabriela Mistral», Sergio Fernández Larraín (comp. y notas).