Una estación de bicicletas en St. GermainParís jamás decepciona. Puede resultarnos demasiado bella, romántica o elegante para nuestro gusto y estilo de vida, pero nunca, bajo ninguna circunstancia, sabe a poca cosa. En mi último viaje -apenas una visita de fin de semana- también me sorprendió con la constatación de un nuevo fenómeno que invade sus calles y puentes.
La aparición que resquebrajó el  discreto encanto de la capital francesa como unas medias mal combinadas con la ropa tuvo lugar en Champs Elysées, en una mañana clara y perfumada. Un pequeño grupo de ciclistas sin casco ni temor pasó zigzagueando alegremente entre los coches y los autobuses de dos pisos cargados de turistas. Poco más adelante, otro racimo de intrépidos, sobre unas modernas bicicletas grises idénticas a las anteriores, giró en una bocacalle extendiendo un brazo indolente como señal. A unos cien metros de allí, dos mujeres con faldas veraniegas y sombreros impusieron su ritmo de paseo sabatino a la fila de taxistas que las precedía en el carril, ellas también montadas en las mismas bicicletas platinadas. 
Como una gotera que de pronto se transforma en torrente incontrolable, idénticos vehículos de dos ruedas fueron apareciendo por toda la ciudad hasta convertirse en los actores principales de la escena urbana. Los bólidos grises avanzaban sobre París como si fueran súbitas gárgolas renacidas y el tránsito las  estorbara con su torpeza metálica en su vuelo rasante. Giraban y adelantaban impulsadas por entusiastas pies de todos los tamaños y colores, que parecían haberlas sacado a dar una vuelta larga y enérgica de perro recién incorporado al hogar.
La solución al enigma la encontré en una esquina del Barrio Latino, donde descubrí una especie de cementerio de elefantes  repleto de las mismas bicicletas que había visto repartidas por toda la urbe y donde me explicaron que forman parte de la «Revolución de la bicicleta» lanzada por el alcalde Bertrand Delanoe como una forma de combatir el caos circulatorio de París y recuperar su espíritu liberal, fresco e innovador.
La iniciativa se inició el pasado 15 de julio, cuando 10.600 bicicletas Vélib fueron puestas a disposición de los ciudadanos y visitantes en 750 estaciones repartidas por toda la capital francesa. Los vehículos, de 22 kilogramos de peso y construidas a prueba de vándalos, fueron donados al municipio por una empresa privada a cambio de espacio en vallas publicitarias. Trasladarse en ellas al trabajo, o simplemente dar un paseo, es gratis la primera media hora y luego cuesta un euro por los siguientes treinta minutos, dos euros por la segunda hora y cuatro euros por cada media hora extra, sumas que se pagan en una máquina similar a las de párking con tarjeta de crédito o mediante un abono prepago.
Quien retira una Vélib se compromete a vigilarla en todo momento, a depositarla nuevamente en una de las estaciones y a respetar las normas de tránsito. Esto último es especialmente novedoso para los parisinos, ya que los pocos que circulaban en bicicleta hasta antes de la revolución de Delanoe estaban acostumbrados a saltarse semáforos y señales, amparados por esa ley no escrita que parece beneficiar a los ciclistas de todo el planeta. Puedo dar fe de que los controles han cambiado, ya que a unos metros de Notre Dame vi (por primera vez en mi vida) cómo una mujer policía multaba a uno de ellos por no detenerse ante la luz roja al igual que los coches.
Como es de suponer, la idea de convertir a París en la «ciudad de la bicicleta» -más a tono con la actual crisis medioambiental que el lema lumínico- tiene sus defensores y detractores. Estos últimos aducen razones de seguridad (los accidentes aún no se han producido pero se prevén), critican la escasez de carriles exclusivos para ciclistas y señalan el grave escollo que pronto significará el duro invierno parisino. Los que están a favor, en cambio, no argumentan ni discuten. Son los cientos que surcan las calles encima de las Vélib.

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