Elegí periodismo por descarte, sin saber muy bien en qué me metía ni estar del todo segura de las razones que me habían llevado a ello, pero desde el minuto uno sentí que aquello era lo mío y, pese a muchos momentos adversos y ofertas tentadoras, todavía sigo pensando que es aquí donde debo estar.

En mi familia, o al menos en las generaciones más recientes, nadie se ha dedicado a esta profesión. Tampoco conocía entonces a ningún periodista, por lo que ahora, que han pasado los años, puedo imaginar la sorpresa de mis padres al enterarse de mi curiosa decisión. Estaba terminando el secundario y «algo tenía que estudiar», pero no me convencían ni el Derecho (lo siento, mami) ni la Medicina («no voy a seguir tus pasos, papá»).

Durante el último año de colegio había hecho concienzudo recuento de mis aptitudes y defectos y sólo tenía dos cosas claras: lo que más me gustaba en el mundo era leer y escribir y no servía para la docencia. Además era -soy- una curiosa empedernida, algo que a mí me había parecido corriente, e incluso favorecedor, hasta que mi maestra de tercer grado me dijo un día: «tu PROBLEMA, Pintos, es que sos demasiado curiosa».

La profesora de Psicología de quinto año nos hizo un test de orientación laboral para ayudarnos en la elección. Por un motivo u otro yo fui descartando todas las profesiones que aparecían, hasta que al final sólo me quedaron tres papelitos en la mano: profesora de Historia, periodista y un tercero que no recuerdo. Periodista empezó a «hacerme tilín» y, empujada por la idea de hacer todos los días algo diferente y que me pagaran «por escribir, viajar por el mundo y conocer a grandes personajes», terminé apuntándome en el Grafo (Escuela Superior de Periodismo Instituto Grafotécnico), el centro de estudios periodísticos más antiguo y con más solera de Buenos Aires.

Desde mi primera clase de Técnica Periodística con el estricto profesor Ferrari, periodista de La Prensa, supe que había acertado. Pasaron por aquellas aulas profesionales de los principales periódicos argentinos y con todos ellos descubrí los sinsabores que había ido depositando la profesión en su alma pero también la pasión que subyacía, pese a todo, por descubrir, entender y contar de qué iba esto a los demás. Y eso era lo que yo también quería hacer durante el resto de mi vida.

Ferrari nos hacía leer todos los días un diario distinto y a primera hora nos tomaba lección en clase sobre géneros y estilos. Gracias, profesor, fue la mejor enseñanza de base. También nos obligaba a tomar notas y nos prohibía usar grabadora. Unos años después, cuando en una de mis primeras coberturas para la agencia Télam no me funcionó aquel aparatito en medio de una rueda de prensa caótica y apresurada también agradecí su empeño en hacerme fanática del bloc y enseñarme a prestar atención a mis entrevistados.

En el Grafo hicimos nuestras primeras prácticas en una sala llena de Olivettis negras, ruidosas y pesadas. De allí salieron al principio textos horrorosos, plagados de palabras rimbombantes y opiniones ligeras, pero poco a poco ese amasijo de oraciones inútiles fue tomando forma, fondo y finalidad y aquello empezó a parecerse a lo que yo leía con tanta devoción en las páginas impresas firmadas por otros.

Empecé a trabajar como periodista gracias a una beca (el Grafo repartía unas pocas prácticas en los principales medios de comunicación de Argentina entre los mejores alumnos de cada promoción) en la agencia de noticias Télam. No se me ocurre mejor escuela para un periodista recién recibido. En Télam aprendí a fuego a escribir con precisión y concisión, a tocar todos los palos, a buscar fuentes hasta debajo de las piedras, a generar información y a correr como una velocista olímpica con hambre para publicarla. También me enseñaron lo valiosa -y dolorosa para el ego- que es una buena edición, algo que muchas veces echo en falta en la actualidad, en estas redacciones reducidas a su máxima expresión en las que no existen más los correctores y casi tampoco los editores.

Conseguí mi primer contrato allí, cuando faltaban unas pocas semanas para acabar la beca. Había trabajado muy duro para lograrlo: en lugar de las cuatro horas reglamentarias me pasaba el día en la redacción, ofreciéndome a colaborar en todas las secciones y muchas veces esperando a que se desocupara una mesa de pie en un rincón. Debía ir de viernes a lunes, pero estaba allí todos los días, y aceptaba escribir todo aquello que los demás redactores desdeñaban, ansiosa por aprender más y demostrar mi valía.

Trabajé cinco años y medio en la agencia. Tengo muchas anécdotas de esa época, propias de aquellas redacciones «manuales» que funcionaban las 24 horas, llenas de humo, genios, energúmenos y papeles. Me fui cuando era redactora especial responsable del turno de mañana de Información General (ciudad, sociedad, salud y educación). Había estado compaginando mi trabajo en la agencia con colaboraciones en revistas y suplementos de cultura para los que hacía reseñas de libros, reportajes y entrevistas a grandes escritores, músicos, artistas y actores, pero me habían ofrecido abrir un nuevo periódico y no quería perderme esa aventura, aún a riesgo de dejar un buen trabajo y mejores extras.

Nunca me arrepentí, a pesar de que las cosas no resultaron como esperaba. Fui la primera persona contratada por Metro International para abrir el diario gratuito Metro en Buenos Aires y me convertí en su redactora jefe con tan sólo 26 años. Fue la época más vertiginosa de mi vida. Durante un año y medio trabajé como una loca, rodeada de muy buenos amigos con los que descubrí cómo era crear un medio de la nada (tan de la nada que las primeras pruebas y reuniones las hicimos en una habitación de hotel) y lo durísimo que es ser, o al menos intentarlo, un buen jefe. Fue hermoso, aleccionador, agotador y apasionante. Cometí muchos errores y viví momentos épicos. Tuvo un final injusto y triste, con el cierre repentino del periódico tras el famoso corralito argentino y el consiguiente despido de toda la plantilla.

Poco después llegué a España. Emigrar se parece a nacer de nuevo: tienes que volver a tejer tus redes, explicar quién y cómo eres y de dónde vienes, buscarte una casa y un trabajo, demostrar qué sabes hacer y abrirte paso entre extraños. Debes reconstruir tu identidad. Y tienes la oportunidad, por tanto, de reinventarte, de hacer borrón y cuenta nueva. Puedes escoger ese camino que de joven descartaste, hacer lo que con el tiempo has descubierto que de verdad te gusta o cambiar radicalmente de vida.

Yo volví a elegir ser periodista. Tuve que empezar de cero. Fue duro, porque también cambiaron, y mucho, las condiciones. Pero todavía hoy, más allá de todo, disfruto de lo que hago, de cada entrevista, de cada investigación, de la pelea con las frases y las palabras que encierra cada texto. Siempre, para mí, ha valido la pena.

Varios años después de terminar la carrera recordé algo que me había sucedido de pequeña. La maestra nos había llevado de visita a la sede del periódico más importante de la capital de provincia donde me crié. En la redacción nos salió al paso un periodista canoso, con gesto preocupado y un cigarrillo colgando de la comisura de la boca. Nos preguntó quién quería ser periodista de mayor. Ninguna de las niñas (era un colegio femenino) respondimos. El hombre insistió y paseó su mirada por las que estábamos más cerca de él. Yo pensé: «qué cosas más raras dice este hombre…¡periodista! A mí que no me mire». El se rió brevemente y dijo que «menos mal, porque no se los recomiendo». Enseguida nos llevaron a ver las planchas y las rotativas y las palabras de aquel viejo redactor quedaron sepultadas en mi memoria. Hoy pienso en ellas a menudo. Yo tampoco recomiendo dedicarse al periodismo. Requiere demasiado esfuerzo personal, está mal pagado y cargado de frustraciones y queda muy lejos de la idea romántica de viajar por el mundo. A menos que la vocación se te plante delante y no te permita eludirla ni a puñetazos. Porque entonces, cuando de verdad te apasiona, esta es la mejor profesión del mundo.

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